Por: Carlos Amaya
La de la Inés es una historia de pobreza, de incertidumbre y de muerte. Pero también lo es de esperanza, de fe y de amor. Su vida reseña a la perfección lo mejor y lo peor de la humanidad. Esos pasos de la Inés han tenido como escenarios desde masacres perpetuadas por el ejército, hasta grandes gestos de amor, colectividad y humanismo.
Cacaraquea la gallina en el patio de su casa. Se oye el cantar de un gallo indicando que es hora de levantarse. Son las 4:00 de la mañana y hay que encender el fuego para hacer el café. Es la casa de la Inés, está vacía y hace calor. Es inicios de invierno, pero aún así hace calor. Vive sola con su nieto, la casa está envuelta en un silencio enigmático. Es una infraestructura rectangular con paredes de ladrillos, de aquellos que fabricaban recién llegados a la comunidad. El techo de tejas y suelo de cemento. Modesta pero acogedora. Ahí se encuentra la Inés, en su casa campesina en Nuevo Gualcho, rodeada de la gente que la ama. Parece feliz, muy feliz, pero no siempre fue así.
Termina de hervir el café, es una práctica que hace a diario, dice que desde pequeña acostumbran a tomarlo a buenas “cheles”. Se lo hacía a su padre antes de ir a trabajar a la campiña en los frondosos cerros de San Vicente de donde es originaria. “Ahí si se pegan bien los frijoles”, me cuenta. Lava el maíz y se enrumba a la molienda que queda a unos 300 metros de su vivienda. Se va temprano para ser de las primeras. Es una de las tantas tareas que hace diariamente.
Aun es oscuro, el día no termina de aclarar. Caminamos por una calle pavimentada, nos encontramos algunas casas de buena estructura. Dice la Inés que todo es producto de la organización comunitaria y la lucha popular que han liderado desde diferentes espacios para reivindicar sus derechos y lograr de lo que ahora gozan. Claro, también han tenido que ver las remesas de la migración hacia Estados Unidos. Antes, cuando llegaron a habitar la comunidad, repatriados de un campamento de San Antonio Intibucá, un pequeño poblado de Honduras, donde permanecieron por más de 10 años para salvaguardar sus vidas de la guerra civil, halló un lugar vacío, sin viviendas, sin calles, sin agua potable. “Este lugar parecía un desierto”, relata “Solo había arbustos de espinas de izcanal” me cuenta, mientras avanza en su paso.
La Inés es una mujer morena, de ojos negros y mirada intensa. Su pelo canoso carga ya 77 años de sobrevivencia entre las crudezas humanas que le han tocado vivir. Nació el 20 de abril de 1943. Es de labios delgados, ojos pequeños y nariz curva, característica entre los Realegeños; apellido que le heredó su padre. Resguarda consigo los rasgos indígenas del pueblo pipil. Vive en las ásperas tierras de 8 kilómetros que separa a su comunidad del municipio de Nueva Granada al norte de Usulután.
Es su turno en el molino, luego de una plática envuelta en risas con sus amigas y cómplices de históricas aventuras de supervivencia, se dirige a echar el maíz en uno de los extremos del molino de color verde. Una faja no deja de dar vueltas mientras cae gota a gota el agua de un tambo colocado en la parte de arriba del molino. La Inés me cuenta que es para que la masa no salga demasiada dura, mientras insistentemente la saca con su dedo índice. Termina de moler y nos dirigimos nuevamente a su casa.
Es conocida entre los suyos por su sabiduría y, como no serlo, si le tocó vivir dos guerras. La primera, la mal llamada guerra del fútbol, un conflicto que enfrentó a El Salvador y Honduras en 1969. La segunda, la guerra civil que cruzó El Salvador entre 1980 y 1992. Esta última le golpeó fuertemente, le arrebató lo que más amaba: sus hijos, su padre, hermanos, tíos y sobrinos. Su madre murió durante un parto cuando ella apenas era una niña. Su muñeca fue la piedra de moler, el cántaro donde acarreaba el agua y el cepillo que usaba al lavar la ropa de sus hermanos.
Esta mujer es una guerrera de la vida. Es sobreviviente de la masacre de El Calabozo, perpetrada por el ejército en agosto de 1982. Salieron huyendo de sus casas de barro y bahareque que lograron construir con mucho sacrificio, abandonando los animales de crianza y sus cultivos agrícolas. La del Calabozo es una de las más grandes y crueles matanzas que se cometieron durante la guerra. Se estima que en el lugar asesinaron a más de 200 campesinos y campesinas. Según sobrevivientes, el río se tiñó de sangre de las víctimas. Los hechores, rociaron acido a los cuerpos para no dejar evidencia, así de cruel e inhumanos fueron esos sucesos. 38 años después, el asombro aún perdura entre los sobrevivientes.
«La gente salió desperdigada” cuenta la Inés, dice que ella se quedó con otro grupo de personas a metros de donde asesinaban a sus conocidos. Sólo oían las balas de plomo que cruzaban los cuerpos de los ancianos, mujeres y niños. Querían gritar, pero no podían. La impotencia les envolvió su cuerpo. A partir de ese momento decidieron un nuevo rumbo: resguardarse en Honduras.
Durante la guinda (Trayecto en medio de las balas hacía Honduras) los niños más pequeños se agarraban de su justan y les decía: “No se vayan a desprender de mí” y salían encorvados con las manos sobre el suelo, gateando con los codos y las tabas. Muchos quedaron ahí, muertos, a la interperie, sin poder darles sepultura. Otros, se perdían entre los árboles y otros, como la Inés, continuaban su paso. Así pasaron varios días y noches, escondidos bajo las sombras de la montaña, aguantando la lluvia y el frío de la noche. Por momentos la desesperanza crecía por su alma, sus ánimos desmayaban, anhelando los días de paz. Me cuenta que se sentaba bajo las noches de luna, llorando en silencio por la impotencia de no poder hacer nada por sus hijos, sobre todo cuando pedían comida sin tener una tortilla que darles. Algunas veces resolvían con lo que la gente les daba, otras, con lo que el destino les pusiera por delante.
Cuando pregunto sobre la muerte de sus hijos, el silencio invadió el espacio y la tristeza asomó por su cara. Sus ojos cambiaron de forma, luce triste. El viento sopló más fuerte. Suspiró hondo, se recompuso y comenzó a relatarme cómo sucedió todo.
De la muerte de Hilario Antonio, su primer hijo, lo último que supo es que murió por El Puerto de La Libertad, durante una emboscada del ejército. Ella se encontraba en el campamento de refugiados. La noticia se la dio una amiga. Sintió que le desgarraron el alma cuando se enteró, pues no tuvo la oportunidad de darle el último adiós, ni mucho menos una tumba donde llorarlo. De María Hilda, Felipe y Adrián, sus otros hijos, no supo mucho. Sólo que habían muerto, ni siquiera supo dónde quedaron sus cuerpos, sólo que un día desaparecieron sin saber nunca más de ellos.
Su voz se quebranta, deja al descubierto una lágrima que acaricia las marcadas arrugas de su cansado rostro. Se levanta de la silla roja en la que estaba sentada, toma un vaso con agua y con un gesto seguido por la señal de sus manos me invita al patio de su casa. Ahí la brisa es más fresca. Me muestra su huerto, señala una maseta de guineo que sembró a inicios de este. Aun no le ha dado frutos asegura, pero no pierde la fe que lo haga el próximo año. Gira su mirada hacía un árbol de papaya, contrario al otro, este si ha dado frutos. Corta una y me la regala. Así es la Inés, una mujer generosa y de noble corazón. Es además testaruda, muy testaruda, en su destino manda ella. Es libre de su pensamiento. A su esposo lo perdió hace siete años. Murió en el 2013 de un paro al corazón mientras dormía.
Mientras conversamos en el patio de su vivienda, bajo la sombra de los árboles de tigüilote, la Inés me cuenta que fue capturada en dos ocasiones: a inicios y al final de la guerra. En una de esas capturas, la del inicio, San Romero la libró de la muerte. Fue cuando conoció el amor por los pobres que caracterizaba al ahora santo salvadoreño. Milagrosamente, ella y los demás sobrevivieron y desde entonces no han dejado de soñar.
A la Inés, la vida la sacudió tan fuerte que parecía imposible volver a levantarse. Sin embargo, la idea de que sus muertos nunca partieron le ha permitido seguir caminando hacia adelante. Según ella, sus muertos siguen estando en el aire, el agua y el cantar de los pájaros de cada mañana al levantarse. Siguen en los recuerdos de las noches en las que se levanta angustiada y le abraza la soledad. Ahí están, presentes en la sonrisa y alegría de las nuevas generaciones en su familia, me dice.
Se llegó la hora de ir a la milpa, entre platica y platica el tiempo avanzó. Yo me dispongo a acompañarle. Ella empuñó una Cuma e iniciamos nuestra marcha. Todos los años la Inés siembre una manzana de maíz. Este año no fue la excepción. Su parcela está a las afueras del poblado, la calle ahí es áspera y el calor sofocante. Mientras corta el monte de su siembra me cuenta que cuando su esposo Adrián vivía, siempre se le pegaba a los cultivos, no lo dejaba sólo, fue siempre su mano derecha. “me hace falta mi viejito”, susurra. Con el estuvo casado 51 años. Es una mujer de una fortaleza inquebrantable. También cuida las vacas y ordeña.
La Inés, es de aquellas mujeres que nos demuestran que, aunque a veces, la vida duele y nos estremece tan duro que parece difícil volver recomponerte, no importa lo fuerte que sacuda, al final del túnel habrá siempre una luz de esperanza. Es de esas pocas mujeres que uno tiene la suerte de encontrarse, yo tengo la suerte de tenerla entre mi familia, porque la Inés es mi tía.